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Vol. 24. Issue 4.
Pages 269-271 (July - August 2010)
Vol. 24. Issue 4.
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Editorial
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¿Qué se puede aprender de la gestión de la gripe pandémica?
What can be learned from the management of pandemic influenza?
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Andreu Seguraa,b
a Área de Salud Pública del Institut d'Estudis de la Salut, Barcelona, España
b Departamento de Ciencias Experimentales y de la Salud, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona, España
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(…) anocheció y los bárbaros no llegaron (…)

Y ahora, ¿qué será de nosotros sin bárbaros? Esperando a los bárbaros (C. Kavafis)

Daniel Tarantola, editor asociado de la revista de la Asociación Americana de Salud Pública, escribía hace unos meses que fuera cual fuera la evolución de la pandemia provocaría víctimas1. Naturalmente, de cumplirse las previsiones, serían los afectados por el virus con su morbimortalidad y la repercusión económica y social consecuente. Pero se cumplieran o no, también lo serían quienes no hubieran recibido suficiente atención del sistema sanitario debido a la cantidad de recursos dedicados a la prevención y el control de la epidemia que, además, implican notables distorsiones sociales cuya dimensión económica es considerable.

Según los datos epidemiológicos, el impacto en términos de salud es, hasta el momento, menor que el de muchas de las epidemias gripales estacionales, en contraposición al enorme eco mediático, responsable por sí solo de notables efectos indeseables2,3, y al volumen de medidas de prevención y control arbitradas. No obstante, en el momento de escribir este editorial la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene vigente el estado de pandemia, con una ligera modificación de las recomendaciones internacionales temporales4.

La directora general de la OMS argumentaba al declarar la pandemia que convenía prepararse para lo peor y, si finalmente no sucedía, mejor para todos. Es de suponer, sin embargo, que se consideraba lo suficiente alta la probabilidad de que la situación evolucionara negativamente como para compensar el coste de la preparación, tanto el económico como el de las distorsiones que inevitablemente produce en la vida cotidiana de las personas y en el funcionamiento de los servicios esenciales, entre ellos los sanitarios.

Podría haberse optado por arbitrar de manera gradual las medidas que la evolución de la gravedad de la epidemia fuera requiriendo, pero los planes frente a la pandemia se elaboraron partiendo del supuesto de una eventual modificación del virus A(H5N1) que conservara buena parte de la extrema virulencia de la denominada gripe aviar. Sin embargo, la variabilidad del impacto sí se tiene en cuenta por el llamado índice de gravedad pandémico5, que se basa en las tasas de ataque y de letalidad y consta de cinco categorías según sus previsibles consecuencias. A cada una de estas categorías se asocian distintas medidas de control, cuya intensidad y ámbito se incrementan a medida que la gravedad de la situación es mayor. Y no se ha sobrepasado el grado menor.

La propagación del nuevo virus ha sido intensa y rápida, aunque en el conjunto de España la incidencia de la epidemia de 2004–2005 fue mayor. La evolución ha sido similar a la de las habituales epidemias estacionales, si bien de inicio más temprano. Su duración ha sido de unas 8 semanas, con la incidencia máxima en la semana del 15 al 21 de noviembre6, con 372,7 casos por 100.000 habitantes, a partir de la cual se produjo un paulatino descenso que no se interrumpió con la bajada de las temperaturas.

Entre las diferencias más acusadas con recientes epidemias destaca el casi absoluto desplazamiento de los otros virus gripales circulantes y sobre todo una virulencia limitada, que ha provocado menos casos graves y defunciones atribuidas a la infección o a sus complicaciones, con la notable diferencia de que los grupos de edad avanzada, que son los que tradicionalmente sufren la mayor proporción de complicaciones, se han visto poco afectados, pero no del todo indemnes7.

Las primeras valoraciones del impacto de la pandemia durante el pasado invierno austral señalaron una virulencia limitada de la infección8 y la capacidad de asumir las demandas de atención por parte de los sistemas sanitarios bien organizados9. Esta evolución, al coincidir con el clamor mediático que destacaba una a una las defunciones en nuestro país, generó una llamada a la tranquilidad de un grupo activo de profesionales10 y la declaración de consenso promovida por SESPAS junto con otras sociedades11, aunque la mayoría de las autoridades sanitarias y bastantes profesionales sanitarios seguían temiendo malas noticias, una de las cuales fue precisamente la temprana detección de casos de insuficiencia respiratoria grave producidos directamente por la infección viral en adultos jóvenes12 (fenómeno que destacó también en España)13. El exceso de mortalidad entre los niños de 5 a 14 años en ocho países europeos se ha estimado provisionalmente en 77 casos, lo que supone una tasa de 1 por 100.00014. Teniendo en mente un escenario potencialmente catastrófico, la presentación de tales cuadros podría interpretarse como un indicio de que la epidemia no era tan benigna como aparentaba, o que podía evolucionar de forma negativa. Sin embargo, incluso aunque se tratase de una virulenta propiedad del nuevo virus, las medidas de prevención y de control deberían ser proporcionales al impacto global, por fortuna limitado. En España se han registrado poco más de 300 defunciones y unas 3.500 hospitalizaciones, 760 de ellas en unidades de vigilancia intensiva15; datos que por haberse recogido de forma directa no son fácilmente comparables con los de otras epidemias, pero que sí permiten una valoración general.

En el planteamiento preventivo de la enfermedad ha pesado mucho el modelo de recurrencia periódica, defendido durante muchos años por Kilbourne hasta que lo abandonó al constatar que «no hay un patrón predecible de periodicidad» y que «cada una es distinta de las otras»16, y sin ciclos hay poca base para predecir la emergencia de pandemias17. De todos modos, no hay que olvidar el caso del síndrome agudo respiratorio grave de 2003, cuya contención coincidió con la instauración de intervenciones drásticas que tuvieron consecuencias económicas notables, afortunadamente pasajeras. Si bien no se han descartado otras causas que explicaran su remisión, la interpretación de la OMS valoró muy positivamente la rotundidad de las medidas aplicadas, en particular en Hong Kong18, donde era responsable de salud pública la actual directora general de este organismo.

A pesar de que la respuesta no ha sido idéntica en todos los sitios, ha prevalecido la percepción de que el riesgo merecía una actuación lo más rotunda posible, con la excepción de algunos cierres de frontera que una vez diseminado el virus no eran operativos, suponiendo que las consecuencias adversas que inevitablemente comportan las medidas preventivas quedaran justificadas si contribuían a paliar una potencial hecatombe. Reconocer los límites de las previsiones y que incluso los más prestigiosos expertos pueden errar en sus valoraciones es, pues, una de las lecciones de esta historia, porque si no somos capaces de convivir con algún grado de incertidumbre, el precio puede resultar demasiado alto.

Por otro lado, la transparencia no consiste sólo en proporcionar datos, lo cual es imprescindible y ha funcionado razonablemente bien (sobre todo la vigilancia epidemiológica, que nos ha informado oportunamente de la evolución), sino en poner sobre el tapete los pros y los contras de las decisiones alternativas, facilitando la implicación de la población y de los propios profesionales; algo que estamos lejos de conseguir, incluso cuando, como en esta ocasión, la preparación de la respuesta se ha llevado a cabo durante varios años. Sin embargo, como ocurre a menudo en el ámbito de la salud colectiva, la participación se acostumbra a entender como adhesión a las recomendaciones de los expertos o de la autoridad. Sin una implicación activa de los profesionales del conjunto del sistema sanitario también cuesta más modular la intensidad de la respuesta a la evolución de la situación.

La utilización de los inhibidores de la neuraminidasa, cuya eficacia y seguridad son controvertidas19, ilustra la tendencia a forzar las indicaciones de las medidas, y esto, en los tiempos de la llamada «medicina basada en la evidencia», no deja de ser paradójico. No obstante, la tentación de hacer todo lo posible es alta, como ha ocurrido también con las tradicionales medidas de profilaxis de la exposición, que incluyen la higiene personal (lavado frecuente de las manos, uso de mascarillas, etc.) y las intervenciones en los centros de trabajo y escolares, en los medios de transporte, etc. Si bien algunas deberían ser habituales, como el lavado de manos en los centros sanitarios, la motivación para usarlas tiene mucho que ver con la coyuntura de la indicación y se abandonan después, mientras que otras producen notables trastornos en el funcionamiento de las empresas o las escuelas, sobre todo en países como el nuestro, donde la cultura de la simulación de respuestas frente a catástrofes tiene poca tradición.

Finalmente hay que considerar la vacunación. La poca adhesión de la población y de buena parte de los profesionales sanitarios en los países del hemisferio norte a la recomendación de la vacunación específica frente al virus pandémico es uno de los aspectos más preocupantes de este episodio, porque podría comportar serias consecuencias, tanto al afrontar nuevas crisis sanitarias como si aumenta el rechazo general a la vacunación. Pese a que los profesionales sanitarios se incluyen entre los grupos de la población en quienes se recomienda la vacunación anual, habitualmente sólo se vacuna una minoría20. Sin embargo, con ocasión de la vacunación específica contra la gripe pandémica no sólo no se han vacunado sino que han sido renuentes, cuando no activamente contrarios, a la prescripción y la administración de la vacuna, quizás desconcertados o confundidos por una precipitación que las circunstancias no justificaban lo suficiente. En cualquier caso, convendría estudiar adecuadamente las razones de tal actitud y la percepción que tanto los profesionales como las autoridades tienen de su papel en el conjunto del sistema sanitario.

Como es natural, la evolución benigna de la pandemia ha sido decisiva. Hasta finales de marzo no se dispondrá de información completa sobre la cobertura en España, pero parece que la proporción de vacunados contra la gripe estacional habría sido incluso algo inferior a la habitual, mientras que la de la vacuna específica ha sido sensiblemente inferior a lo previsto, coincidiendo el inicio de la campaña con el acmé epidémico. Estas situaciones ponen de manifiesto la necesidad de adaptar con más agilidad las medidas a las circunstancias.

Disponer de una vacuna específica requiere tiempo para su producción, aunque no tanto como las vacunas trivalentes que se acostumbran a recomendar cada año. Prescindir de la nueva vacuna era también una opción, que se barajó cuando no estaba clara la capacidad de producción de la vacuna trivalente además de la monovalente frente al nuevo virus. Tampoco estaba claro que el nuevo virus fuera a sustituir persistentemente a los antiguos. No obstante, dada la importancia que las estrategias de prevención tradicionales conceden a las vacunas específicas, dejar de recurrir a ella si había capacidad de producirla era exponerse a una reprobación masiva en caso de que la pandemia hubiera sido más grave, aunque se contaba con la experiencia austral, donde se superó sin vacuna específica y no estaba claro que pudiera disponerse a tiempo. Poner, pues, las esperanzas en la nueva vacuna era la expresión más clara de que no se iban a regatear esfuerzos ni recursos, lo cual, en el marco de una crisis económica como la que experimentamos, lleva a recordar las palabras de Archibald Cochrane hace 40 años, cuando al final de sus célebres reflexiones aleatorias sobre los sistemas sanitarios clamaba por un uso juicioso de los recursos sanitarios, citando los versos de Thomas S. Eliot: «No por el bien que hará/sino porque no se debe dejar nada por hacer/hasta el límite de lo imposible»; y reclamaba que los sanitarios abandonáramos tal persecución y orientásemos nuestra actividad a las probabilidades razonables, puesto que estaba en juego un sistema nacional de salud21.

Es necesario, pues, un riguroso balance por parte de las autoridades sanitarias, que permita valorar adecuadamente el coste de las decisiones tomadas y proporcione elementos de racionalidad útiles para el futuro. Es necesario, además, explicar las razones de las actuaciones que se han llevado a cabo, de modo que, la tantas veces reivindicada transparencia y el hecho de rendir cuentas no se queden en mera retórica. Los errores y los aciertos en la gestión de las crisis son oportunidades para aprender y mejorar así la respuesta ante otras próximas y quién sabe si impensables pandemias22.

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